A veces se tiene suerte en la vida. A veces no. A veces uno vaga durante semanas en el yermo estepario sin encontrar motivación, pasando por diferentes obras de forma automática. Y otras veces uno se levanta del sofá, mira por la ventana y piensa: «La Virgen, que buena racha llevamos». Cuando te das cuenta de que en su conjunto, las últimas películas, los últimos juegos o los últimos libros (en general, tu ocio reciente) ha estado mucho más que bien.

Cuando cada vez que has cerrado las cubiertas de un libro, terminado los créditos de una película o apagado la consola estás con un chute de dopamina (iba a mencionar la famosa inyección de adrenalina, pero esto va de alegría más que de emoción). Hace ya varias semanas que quería escribir sobre Donkey Kong: Bananza porque formó parte de una de esas rachas tremendamente maravillosa. Pero sabéis que no me gusta hablar de nada aquí hasta haberlo terminado y justo cuando estaba dando los últimos pasitos en el juego, Nintendo ofreció un DLC de pago con el que alargar la vida del título. Pero no nos anticipemos.

Donkey Kong: Bananza es una experiencia de juego divertidísima. Un digno sucesor del mejor de los títulos de Mario en tres dimensiones y una continuación espectacular para la serie Donkey Kong que salvo su iteración de Nintendo 64, siempre ha preferido dar saltos en scroll lateral más que en mundos tridimensionales. La combinación les ha salido redonda, no cabe la menor duda, cuando a los pocos minutos de arrancar el juego estás completamente enganchado y en la dinámica de «un plátano más» que te puede llevar horas.

Visualmente el juego es precioso…

Lo rompo tó, y no pago ná…

La mecánica de destrucción de niveles es la auténtica salsa que hace que este juego funcione como lo hace. Uno podría llegar a pensar que se trata de una mecánica reciclada de otra franquicia (un Mr. Driller o algo así, yo que se) y que ha sido pegada al mono de Nintendo. Pero el diseño de niveles (de la misma calidad o mejores que los del aclamado Super Mario Odissey) creo que lo desmienten rápidamente. Si en el último juego del fontanero uno entraba en el mundo a recorrer, se marcaba el objetivo de llegar a la siguiente luna y tenía que enfrentar mil desafíos para conseguirla, aquí se premia mucho más la exploración y la inmediatez, muy pensado para partidas rápidas en formato portatil.

Las bananas (el objetivo a recolectar en el juego) se suceden a velocidad de vértigo. Cuando coges una ya estás oliendo otra cerca, o viendo un hueco por el que colarte, o un grupo de enemigos que seguro que al derrotarlos te dan otra, ¿y si subo por aquí?, ¿y si bajo por allá?, ¿y si rompo esa pared? No puedes resistir a buscar otra más. O ponerte a aporrear tierra a ver que sale en ese túnel que empiezas a excavar de repente. El juego visualmente ayuda a este festival de destrucción, con colores vivos, animaciones delirantes y unos niveles magistralmente diseñados, no me cansaré de repetirlo.

Si a todo le sumamos que jugable y mecánicamente el título es impecable. Desde la capacidad de DK para golpear en tres direcciones, el sistema de progresión que nos permite incorporar nuevos movimientos a nuestro repertorio y las cinco Bananzas desbloqueables (Gorila, Cebra, Avestruz, Elefante y Serpiente) que dotan al juego de una profundidad jugable digna del mejor plataformas. Y Pauline, ese personaje que te hace sonreír en todo momento. Y que te hace mover los pies con las canciones que activan cada una de las Bananzas. Todo en este título derrocha buen rollo y saber hacer.

Y jugablemente divertidísimo…

Bien jugado, Nintendo. Bien jugado.

Conozco el motivo detrás de la decisión. Pero cuesta entender con lo bien acabado que está Donkey Kong: Bananza que no se postulara como juego de lanzamiento para la consola. Incluso duele que Mario Kart World cueste diez eurazos más que el juego del mono. No se me ocurre nada que reprocharle a las algo más de 45 horas que me ha llevado terminar la historia. Es más. Los compases finales del juego son de mear y no echar gota. Con alguna sorpresa maravillosa para el seguidor de la franquicia gorilesca y de algún juego del fontanero nintendero. Es en estos últimos compases cuando la dopamina entra en nuestro cerebro a paletadas y uno está eufórico cuando llegan los créditos, sólo para descubrir que…

… hay contenido engdame y encima es divertido, motivador y no abruma. Se le pueden ampliar tranquilamente otras 5 o 10 horas de juego con la misma sonrisa en la boca con la que llegaste a los créditos la primera, para sorprenderte por segunda vez viéndolos con sonrisa de tonto en la boca. Es un juego que si entras en lo que propone, no sólo mecánica, si no narrativamente, te deja muy arriba al terminar. Y entonces llega el DLC. Y dices «¿otro nivel?, ¡calla y coge mi dinero!». Y llegas a la Isla DK ilusionadísimo sólo para descubrir que puedes hacer muchas cosas allí, pero que no «valen para nada». No hay nuevas bananas para conseguir, y lo único que haces es abrir atajos sin utilidad aparente. Hasta que pruebas el modo Caza de Esmeraldas.

Y es que ni siquiera Donkey Kong se iba a librar de jugar un rogelike. Y aunque la idea no está mal tirada (empiezas sin habilidades, intentando coger el mayor numero de esmeraldas posibles, y vas desbloqueando nuevas habilidades que facilitan la tarea) y no me parece especialmente agresivo, si que o eres muy fan del género o al cabo de un rato puede llegar a aburrir por repetición y eso que vas desbloqueando nuevos niveles y habilidades, pero la progresión tampoco es nada extremadamente gratificante. Y es una pena, porque podría haber sido la guinda de un pastel tremendamente rico. Mi recomendación, machacar sin piedad el juego base y comprar el DLC sólo si eres muy amantes de los rogelikes. Aún así, mi cuenta de horas ha subido hasta las 65 con el título, nada desdeñable teniendo en cuenta que lo de repetir lo mismo una y otra vez para desbloquear nuevas habilidades no suele ser plato de mi apetencia.

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