Un relato del Clan Unicornio
por Daniel Lovat Clark

El estado natural del ordu era el ruido. Los perros ladraban, los caballos relinchaban o pasaban trotando con el repiqueteo de sus cascos sobre la tierra apisonada, las ovejas y cabras balaban. Pero el sonido que siempre anclaba a Moto Chotan en un lugar —fuera cual fuese ese lugar, pues el ordu se desplazaba con las estaciones—, el que la hacía sentirse tan viva como el olor de la tierra y del cielo, era el de los niños.

Riendo, chillando, corriendo a toda velocidad de un extremo del ordu al otro, la manada de criaturas que cruzaba el campamento como perros salvajes era una presencia constante, al menos para el oído. Incluso cuando trabajaban con sus tareas, incluso cuando sus madres, tías y tíos lograban que se quedaran quietos el tiempo suficiente para una lección, siempre estaban allí. Eran ellos quienes transformaban el ordu de un campamento de guerra en un hogar.

Aunque, a veces, también eran una auténtica molestia.

“¡Cuéntanos una historia, abuela!”

“¡Una historia! ¡Una historia!”

“¿Una historia? ¡No mientras aún haya ovejas que cuidar y caballos que cepillar!” Chotan chasqueó la lengua ante los niños mientras se incorporaba con ayuda de un nudoso bastón de madera negra. “No tengo tiempo para cuentos, pequeños.”

“¡Yo cuidaré de las ovejas, abuela!”

“¡Yo cepillaré los caballos!”

“¡Y yo también!”

Y así, la horda chillona volvió a dispersarse. Chotan guardó para sí la sonrisa mientras añadía estiércol seco al fuego frente a su yurta —algo más que una tienda, algo menos que una casa. Chotan se identificaba con la yurta, pues ella también podía ser levantada a la fuerza sobre un carro y arrastrada a grandes distancias, aunque con dificultad. Sus caderas ya no eran lo que habían sido. Montar a caballo había dejado de ser una opción. Su cuerpo se había ablandado y endurecido a la vez con la edad, pero su lengua seguía tan afilada y ágil como siempre.

No sabía con precisión cuándo se había convertido en la principal narradora del ordu, la anciana más sabia y respetada de la comunidad. Probablemente hacia el momento en que todos empezaron a llamarla “abuela” en lugar de “tía”. Ya no le importaba. Las cosas que antes le habían preocupado tanto parecían menos y menos importantes cada día. Ahora una cama caliente, un buen trago y un asiento cómodo junto al fuego tenían más valor que la gloria para su familia, la victoria en el campo de batalla, un caballo veloz o la sonrisa de un amante. Eso, y los niños.

Algunos de los niños eran en realidad sus nietos, aunque ella no habría sabido decir con certeza cuáles. Otros eran parientes más lejanos, primos, sobrinos nietos, o incluso hijos de familias menores, o de siervos y vasallos. Eran ruidosos, sin duda, rápidos, algo pegajosos, valientes, y en todos los sentidos, Moto perfectos. Incluso los huéspedes ocasionales y los jóvenes enviados en acogida desde otras familias —los que vivían en castillos y aldeas, que visitaban a los Moto para aprender las antiguas costumbres de los nómadas ujik de las Llanuras de Viento y Piedra—. Podrían ser Shinjo o Ide, pero por ahora eran Moto. Algún día serían buenos guerreros, cazadores, pastores y todo lo demás.

“¡Cuéntanos una historia, abuela!” Ese era un chico de unos nueve años, fornido y de cara redonda. Chotan pensaba que podía ser nieto suyo, y todos lo llamaban Conejo Grande.

“¡Una con magia!”, pidió una niña de voz cantarína, como un pajarillo. Chotan creía que era una sobrina, y la llamaban Logun.

“No”, dijo Conejo Grande. “¡Una con batallas! ¡Y acción!”

“¡Cuéntanos una historia de valientes guerreros!”, dijo Jamu, un muchacho intenso cuyos ojos se clavaban sin pestañear en el rostro de Chotan cada vez que hablaba.

“Os contaré la historia del Lobo y el Unicornio”, dijo Chotan. Se levantó y derramó una libación de leche de yegua en el fuego, que chisporroteó, silbó y humeó. Un símbolo de vida ofrecido a la muerte, el ciclo interminable de la naturaleza. Alzó la mano entre el humo y lo observó retorcerse a su alrededor mientras ascendía hacia el cielo oscurecido. “Que mis palabras se eleven hasta el cielo, que los cielos las escuchen y las reconozcan como verdaderas.”

Los niños enmudecieron mientras ella realizaba su ritual y la expectación del cuento se asentaba en torno a ellos. Chotan sonrió y volvió a sentarse. Tal vez su ofrenda resultara grata a los Señores de la Muerte, aunque no era sacerdotisa para conocer los designios de los dioses. Pero sin duda era una manera eficaz de atraer a la audiencia al círculo de su relato.

“El Lobo era un gran cazador y un gran guerrero”, dijo Chotan. “Engullía conejos sin pensarlo.” Aquí se inclinó hacia Conejo Grande y puso su mejor cara de lobo, haciendo que los niños chillaran y se apartaran de ella. “Derribaba ciervos sin preocuparse por sus astas. Incluso luchó contra los poderosos leones de las llanuras y salió victorioso. Todos los que habitaban en las praderas conocían su gran poder, y temían su cólera.”

“¿Quién es el Lobo, abuela?”, preguntó Logun. “¿Es el Khan Moto?”

“Es solo un cuento”, gruñó Conejo Grande. “No todo tiene que ser sobre todo.”

“Pero tendrá una moraleja, tonto”, insistió Logun.

“Calla”, siseó Jamu. “Quiero escuchar la historia.”

“Un día”, dijo Chotan, con una sonrisa, “un poderoso Unicornio llegó a las llanuras con su gran manada. Cuando el Lobo supo de su llegada, acechó para ver qué clase de recién llegada era aquella, y si se trataba de una rival o de una presa. El Halcón y la Liebre le advirtieron que el Unicornio tenía poderes extraños, pero el Lobo no tuvo miedo. La baba le corría por las fauces mientras cruzaba las llanuras al trote, hambriento de una comida y, más importante aún, de un desafío.”

“Yo apuesto a que el Unicornio es Dama Shinjo”, susurró Logun.

“¡Shhh!”, dijo Jamu.

“El Unicornio es solo un unicornio”, insistió Conejo Grande.

“¡Shhh!”, repitió Jamu, con un dedo sobre los labios.

“El Lobo llegó a una colina y vio la manada del Unicornio extendida ante él. Legiones de caballos, jóvenes y viejos, pastaban en paz en las llanuras o galopaban con las crines ondeando al viento. El Unicornio permanecía erguido en lo alto de una loma, observando al Lobo con ojos despreocupados.

“Para el Lobo, aquello era una provocación. ¿Cómo se atrevía el Unicornio a mostrarle semejante festín, como si el Lobo no representara amenaza alguna? ¿Cómo se atrevía a sostenerle la mirada sin miedo? El Lobo decidió en el acto devorar la manada del Unicornio y destruirla de una vez por todas.”

Chotan hizo una pausa para beber un sorbo de agua, contemplando los rostros embelesados de los niños a su alrededor. A veces explotaban de necesidad de hablar, de interrumpir, de experimentar el cuento con todo su cuerpo. Otras, bastaba con crear un vacío: los niños se encargarían de llenarlo.

“Yo apuesto a que el Lobo se los comió a todos”, susurró uno.

“No, qué va”, replicó otro. “Los Unicornios son nuestro clan, ¿recuerdas? El Unicornio tiene que ganar.”

“Así que el Lobo saltó al ataque, lanzándose contra el grupo más cercano de caballos jóvenes y tiernos. Sus dientes brillaban en la oscuridad, sus fauces dolían con el hambre de la caza, su aullido desgarraba el cielo mientras cargaba. Pero al acercarse a los potros vulnerables, escuchó el trueno de los cascos. Un semental y varias yeguas galoparon en torno a él, trazando un círculo cerrado alrededor de los pequeños. El Lobo gruñó y chasqueó los colmillos, desviando su atención de los potros hacia los caballos guardianes, pero eran grandes y fuertes, y su movimiento constante le impedía separar a uno del grupo, no encontraba un ángulo seguro desde el que atacar.

“La cacería del Lobo había fracasado. Se retiró con la cola erizada de ira, y entonces vio al Unicornio. No se había movido de su sitio, y lo observaba con ojos que brillaban como estrellas.

“‘Volveré’, juró el Lobo. ‘Y no seré negado. Me alimentaré de tus jóvenes y de tus viejos, de tus débiles y de tus fuertes, hasta que toda tu manada haya desaparecido.’

“‘Lo intentarás’, dijo el Unicornio. ‘Y aunque eres fuerte, descubrirás que aún existe algo más fuerte que tú.’”

“Está hablando de los dioses, ¿verdad? Los Señores de la Muerte, las Fortunas, los Hermanos Divinos y todos los demás?”, preguntó un niño, estremeciéndose como de frío.

“No”, replicó otro. “Se refiere a ella misma. ¡El Unicornio es más fuerte que el Lobo!”

“No digas tonterías”, dijo Conejo Grande, empujando al niño que había hablado hasta tirarlo del asiento. “Nadie es más fuerte que el Lobo.”

“Los Señores de la Muerte lo son”, dijo Jamu. “Todos mueren. Incluso el Lobo. Ese es el orden natural.”

“Pero el Lobo es un asesino”, replicó Conejo Grande. “Está más cerca de los Señores de la Muerte que nadie. ¡Conoce la muerte y no le teme!” Conejo agarró a Jamu y le frotó los nudillos en el cuero cabelludo. “¡Hay que vivir mientras se pueda! ¡Los Señores de la Muerte pueden esperar!”

Chotan ocultó una sonrisa tras otro sorbo de agua mientras una breve pelea amenazaba con arrollar su relato. Pero el alboroto de los luchadores se desvaneció en cuanto la historia prosiguió, y los combatientes quedaron congelados a medio forcejeo antes de sentarse de nuevo, atentos.

“El Lobo no se alejó mucho tiempo. Sabía que los caballos se reunirían para defender a los más débiles, así que ideó un nuevo plan: sencillo, sin duda, pero el Lobo confiaba en él. Se limitaría a asustar a los caballos hasta que se dispersaran en estampida, y entonces podría ir cazando a los débiles uno por uno. Había empleado esa estrategia muchas veces antes contra presas difíciles. El Lobo sabía que su aullido, su gruñido y sus colmillos desnudos bastaban para amedrentar incluso a criaturas poderosas como el buey o el león.

“Así que esperó a que cayera la noche y comenzó a aullar, su canto resonando contra la luna y por toda la llanura. La hierba temblaba bajo la fuerza de su poderosa voz, y bestias de toda clase despertaban en sobresalto, con el corazón desbocado en el pecho. Desde su posición oculta en la hierba alta, el Lobo vio cómo los caballos empezaban a ponerse nerviosos.

“El Lobo avanzó, gruñendo en la oscuridad. Los caballos más cercanos retrocedieron, con las orejas pegadas contra la cabeza. Sus ojos se desorbitaron. Estaban al borde del pánico. Podían oler al Lobo. Podían oírlo. Pero no podían ver dónde estaba.

“Sin embargo, al reunirse unos con otros, los jóvenes y débiles en el centro, los fuertes y sanos en el exterior, los caballos parecían hallar consuelo y fuerza en la compañía mutua. El Lobo rodeó al grupo en un amplio círculo, gruñendo y aullando, pero ninguno se desbandó. No encontraba resquicio en su defensa. Al fin se acercó al más pequeño y débil de los guardianes. ‘Huye’, gruñó. ‘Soy el Lobo. Soy el cazador más poderoso de las llanuras. Si te quedas a luchar, sin duda te mataré.’

“‘Quizá’, dijo el caballito. ‘Pero si lo haces, mis hermanos y hermanas te patearán y morderán hasta matarte.’

“‘¿Y qué importará eso para ti?’, gruñó el Lobo. ‘¡Estarás muerto!’

“‘Pero la manada sobrevivirá’, dijo el caballito. ‘Si huyo, otros pueden huir, y entonces podrás cazarlos uno a uno. Pero mientras cumpla con mi deber y tenga fe en mi manada, incluso aunque muera, nunca podremos ser derrotados.’

“El Lobo gruñó y aulló cuanto quiso. Los caballos no vacilaron. Y así, el Lobo volvió a escabullirse, y de nuevo sus ojos se encontraron con los del Unicornio, aún erguido en su colina.

“‘Seguro que lo entiendes’, dijo el Unicornio. ‘Los lobos cazan en manada. Debes saber que la manada es más fuerte que cualquier bestia por sí sola.’”

“¡Es cierto!”, exclamó Jamu con un estallido, como un pájaro que salta del matorral. “¡Los lobos cazan en manada! ¿Dónde está la manada del Lobo?”

“Este lobo es un lobo solitario”, explicó Logun. “¿Nunca has oído hablar de un lobo solitario?”

“El Lobo era, en efecto, un lobo solitario”, dijo Chotan. “No tenía manada, arrogante como era en su propio poder. Jamás habría aceptado compartir las recompensas de una caza, ni la carne ni la gloria. Pero esta fastidiosa manada del Unicornio era fuerte, tuvo que admitirlo. Oh, estaba seguro de que podía vencer a cualquiera de ellos, incluso al propio Unicornio, en combate. Pero, ¿cómo lograr que eso sucediera?” Se inclinó hacia adelante mientras hablaba, buscando la mirada de cada niño de su absorta audiencia —que, advirtió, había crecido desde que comenzó. Incluso algunos adultos rondaban en los márgenes de la lumbre, limpiando sus lanzas curvas o remendando el cuero de sus armaduras de estilo ujik como si no estuvieran escuchando embelesados.

“No lograba dar con la solución. Así que observó”, dijo, tirando de su párpado hasta dejarlo abultado. “Escuchó”, añadió, llevándose la mano en forma de concha a la oreja. “Olfateó”, continuó, aspirando con fuerza ante las risas de los niños. “Y se dio cuenta. Se dio cuenta de que la manada del Unicornio no estaba formada solo por caballos. Además del Unicornio en sí, había vacas, ovejas e incluso robustos ciervos del norte, que viajaban en sus propias familias pero formaban parte inconfundible de la misma manada. Una peligrosa idea prendió en la mente del depredador.

“El Lobo se internó en las colinas y dio con una oveja montesa; le arrancó la piel y se la echó por encima. Creó un disfraz astuto: el de una oveja lanuda y tímida. En todo el descenso desde las montañas practicó su balido lastimero, hasta quedar satisfecho de que cualquiera se convencería de que era una oveja y no un lobo.

“Con su disfraz, el Lobo se acercó a la manada del Unicornio. ‘Quiero unirme a vuestra manada’, baló.

“‘Ven’, relincharon los caballos guardianes. ‘Sé bienvenido entre nosotros. Juntos somos más fuertes que separados.’”

“¡Oh, caballos, no!”, gritó una niña pequeña. “¡No es una oveja, es el Lobo!”

“El Lobo pasó entre los caballos guardianes y penetró en el corazón de la manada”, prosiguió Chotan. “Se movió entre ellos, acechando junto a grupos de animales que pastaban o mordisqueaban los arbustos. Pronto halló lo que buscaba: una familia de ovejas con un cordero tierno y suculento brincando a su alrededor. Pero cuando el Lobo se arrimó, una sombra lo cubrió, y el Unicornio se alzó sobre él desde la ladera. ‘Espero’, dijo el Unicornio, ‘que no traiciones la hospitalidad de tus anfitriones con una vileza. Seguramente el Lobo, el fiero guerrero, tiene más honor que eso.’

“El Lobo arrancó el disfraz y lo lanzó contra el suelo polvoriento. ‘Si sabías que era yo desde el principio, ¿por qué me acogiste? ¡Qué broma cruel!’

“‘No era una broma’, dijo el Unicornio. ‘La invitación era sincera. Eres un luchador poderoso y valiente, Lobo, y mi manada sería más fuerte contigo dentro.’

“‘Me imagino bien que quieras tenerme en tu manada’, gruñó el Lobo. ‘¿Pero por qué debería compartir mi gloria, mis victorias, con quienes son inferiores a mí? ¡Te derrotaré, y lo haré solo!’

“‘Solo’, dijo el Unicornio, ‘no solo nunca me derrotarás, sino que jamás tendrás una victoria que importe de verdad. Hasta que no aprendas a luchar por algo más grande que tú mismo, ninguna de tus batallas tendrá importancia para nadie más que para ti.’

“Enfurecido, el Lobo huyó de la manada. Tres veces había desafiado al Unicornio, y tres veces había sido vencido, y el Unicornio apenas había inclinado su cuerno. El Lobo cruzó ríos y estepas, bosques y valles, con el corazón en tumulto. ¿Qué había querido decir el Unicornio, que sus gloriosas batallas no significaban nada para nadie más que para él? ¡Todo el mundo sabía que el Lobo era el mayor de los guerreros, todos respetaban su fuerza! Gracias a su tenacidad y ferocidad, el Lobo era renombrado como la bestia más temible de todas, ¡claro que sus victorias importaban!”

“Claro que sí”, convino Conejo Grande, aunque en su voz se escondía una duda.

“¿Pero de qué sirve ser el más grande y el más fuerte?”, preguntó Jamu. “Ni siquiera pudo atrapar a un corderito de la manada del Unicornio.”

“Mientras el Lobo bebía de un arroyo y rumiaba su rabia, le llegaron sonidos de batalla. Ávido de probarse, corrió hacia ellos y halló a un poderoso león amenazando a dos lobeznos. Los cachorros gruñían y ladraban con valentía, pero sus padres yacían ya muertos sobre el pedregal del valle, y el león se acercaba más y más.

“El Lobo aulló y se lanzó al combate sin pensarlo. Ni siquiera fue una decisión: ¡debía proteger a los cachorros! El león era un oponente feroz, más grande y fuerte que cualquier lobo, con apenas una herida en todo su cuerpo curtido de luchas. Pero no era rival para el Lobo, que avanzaba y retrocedía, siempre fuera de su alcance. El Lobo no temía a su contrincante, aunque no pudiera igualar su fuerza física, aunque la gran melena protegiera su cuello vulnerable. Cada vez que el león se excedía en un golpe, el Lobo se abalanzaba y dejaba otra herida sangrante. Al final, el león, exhausto, se derrumbó, y el Lobo acabó con él.”

Los niños prorrumpieron en vítores, algunos poniendo caras de espanto o asco mientras Chotan describía la batalla sangrienta. Pero pocos se incomodaron con la idea de la sangre: al fin y al cabo, eran niños Moto, descendientes de los ujik del oeste, y las vidas y muertes de los animales que pastoreaban, cazaban y comían eran hechos cotidianos.

“Cuando al fin el Lobo se alzó triunfante, los cachorros saltaron hacia él, moviendo la cola. Le lamieron el rostro en agradecimiento y gimieron por la pérdida de su manada. ‘Gracias, oh Lobo’, dijo el mayor. ‘Nos has protegido, y nos has vengado. De no ser por tu victoria de hoy, estaríamos muertos y nuestra familia destruida. Te estaremos agradecidos para siempre.’

“‘¿Pero qué haremos ahora?’, preguntó el más pequeño. ‘Sin nuestros padres, moriremos solos. No somos lo bastante fuertes ni astutos para cazar por nosotros mismos, aún no.’

“El Lobo comprendió por fin la lección del Unicornio. Esta victoria, más que ninguna otra, le llenó de una profunda satisfacción. Esta importaba, porque había servido a alguien más que a él mismo. ‘Vendréis conmigo’, dijo el Lobo, y condujo a los dos cachorros hasta la manada del Unicornio. ‘He reconsiderado tu oferta’, dijo el Lobo. ‘Yo y mis dos hijos nos uniremos a tu manada.’

“‘Así sea’, dijo el Unicornio. ‘Que el mundo sepa que desde ahora, amenazar a la manada del Unicornio es tentar a la cólera del Lobo.’”

Chotan se recostó y alzó un odre para dar otro trago —no de agua, esta vez, sino del agrio ardor del airag, la bebida tradicional ujik de leche de yegua fermentada. Los niños rompieron en aplausos y vítores y, como era de esperar, en discusiones sobre el significado de la historia.

“¿Abuela?”, preguntó Conejo Grande. “¿El Lobo es el Khan Moto? ¿O los Moto? ¿Toda la familia?”

“Creo que somos todos nosotros”, dijo Jamu. “Todos los que pondrían la gloria por encima del deber.”

“Creo que podrías ser tú, Conejo Grande”, dijo Logun. “¡Creo que la abuela te está dando una lección!”

“¿Y bien?”, preguntó Conejo Grande. “¿Cuál es la respuesta?”

Chotan sonrió una vez más. “Pues, queridos míos. Tal como dijisteis: solo es un cuento.”

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