393 AC
Mis pasos se deslizan delicadamente sobre la nieve. Tomo todas las precauciones, dejo que mis botas se hundan en ella y hago el menor ruido posible. Compruebo la dirección del viento y me aseguro de que no cambie. Y lo que es más importante, calmo la Madeja, suavizando las ondulaciones y remolinos que creo en el tejido de la realidad. Al hacerlo, me convierto en una brisa inodora que se mezcla con el mundo que me rodea como un camaleón. Mediante la Alteración, abrazo la esencia del silencio y la hago mía. Pero no se trata simplemente de una quietud silenciosa, ni de la quietud apagada de un bosque cargado de nieve. Es el silencio del vuelo de una lechuza: implacable y mortal.
Porque estoy aquí para matar, para quitar la vida, para pedir un sacrificio a la naturaleza. Lo hago a través de oraciones lúgubres, pronunciadas en voz baja; a través de un agradecimiento respetuoso por el último regalo que recibiré. Mi letanía silenciosa desaparece en el aire gélido como las nubes de vapor que exhalo con cada respiración. La esparzo a mi alrededor, un mantra, un lamento, pero sobre todo, un tributo.
Si he de tomar una vida, es para que otros vivan. No por placer, ni con ligereza en el corazón. La naturaleza es un intercambio, una entrega mutua, y la tomaré con la reverencia que se merece. Hoy, tomo. Al final de mi vida, devolveré, devolviendo mi cuerpo a la tierra.
A poca distancia, mis compañeros esperan mi regreso, sentados alrededor de la hoguera, intentando mantener el calor. Aún tienen agua en abundancia y algunas verduras de los invernaderos de Ouroboros, pero hay que racionarlas, sobre todo en un entorno así. He conseguido reunir algunas raíces y tubérculos aquí y allá, con cuidado de coger sólo lo estrictamente necesario. Pero para soportar el frío a largo plazo, necesitarán más, sobre todo grasas.
Me sitúo en un saliente nevado, a la sombra de un abedul. Tengo cuidado de no alterar los ventisqueros ni delatar mi presencia. Sé que estoy a contraluz, tan invisible como puedo ser. Sin embargo, también sé que un solo paso en falso podría arruinar todos mis esfuerzos y dejarme con las manos vacías.
Ante mí, un majestuoso ciervo, bebe de un estanque helado. Su pelaje es tan blanco como la nieve, sus ojos tan claros como el aguamarina. Ha roto la superficie del estanque con sus pezuñas, resquebrajando el hielo para beber a lengüetazos. En su lechosa y retorcida cornamenta, unas gemas cristalinas parecen colgar de hilos invisibles, repicando suavemente como campanillas. Llevo más de una hora siguiendo su rastro. Enfilo una flecha y tenso el arco, listo para atacar.
Pero entonces, una visión inusual capta mi atención. De entre las copas de los árboles emerge una enorme figura: un oso polar de pelaje dorado. Se mueve entre los abedules, tirándolos a un lado sin cuidado, desprendiendo cascadas de nieve de sus ramas. Su paso es tranquilo, nada agresivo. Se sitúa junto al ciervo, acompañado por dos liebres que parecen hacerle de escolta.
Los lagomorfos olfatean el aire y el suelo, como si estuvieran seguros de que no acecha ningún peligro, o tal vez en busca de plantas tuberosas. El ciervo no muestra ningún signo de perturbación ante su presencia, como si entre ellos existiera un entendimiento tácito.
Aflojo la tensión de la cuerda de mi arco, absorto en mis pensamientos. ¿Quizás las liebres sean suficientes por hoy? No. Vuelvo a tensar el arco, apuntando al ciervo blanco. Necesitamos provisiones para el viaje que nos espera. Exhalo, preparado para lanzar la flecha.
De repente, un trino suena por encima de mí: un arrendajo. Al instante, el ciervo levanta la cabeza, las liebres se giran en mi dirección y el oso gruñe, erguido sobre sus patas traseras en una postura de desafío. Del follaje cristalino, que tintinea suavemente al viento, surge una cacofonía: gritos de pájaros; herrerillos, jilgueros, petirrojos, pinzones, estorninos, grullas, mirlos… Todos dan la voz de alarma, sus gritos me sobrevuelan y resuenan entre las ramas.
Asustado por el clamor, doy un paso atrás. Por el rabillo del ojo, veo que el oso polar y las liebres árticas se mantienen firmes, formando una barrera viviente para proteger al ciervo. El ciervo, mientras tanto, se retira hacia el borde de la taiga, golpeando un tronco de abedul con su cornamenta.
Clac-clac-clac.
Los constantes golpes llenan el silencio invernal, resonando en la extensión helada con el ritmo de un campanario.
Clac-clac-clac.
Al unirme a la Madeja, percibo ondas de energía que irradian de la esencia misma de la naturaleza y se propagan junto con los sonidos. No es un simple desafío, es una llamada.
Una manada de alces es la primera en responder, con sus pezuñas golpeando el suelo helado. Parece una respuesta inmunitaria, y yo soy el invasor extraño. El miedo se apodera de mí.
De repente, del suelo nevado empiezan a surgir densos copos. Se arremolinan en el aire como si quisieran escapar. Observo esta nevada invertida a mi alrededor. Mechones algodonosos parecen desprenderse del manto de nieve y alzar el vuelo. En otras circunstancias, el espectáculo podría ser poético, pero en este momento me hiela hasta los huesos.
Lo presiento: algo se acerca. Estos copos sensibles están huyendo. No es sólo un mal presentimiento. Lo siento muy dentro, en la Madeja, como una diana pintada en mi espalda. Un sudor frío me recorre la espalda; el estómago se me revuelve.

Aquí soy un intruso.
Me he quedado demasiado tiempo. Empiezo a correr sin atreverme a mirar atrás. Invoco a la Alteración para que el calor derrita la nieve bajo mis pies. Invoco la calma para aplacar la reacción de la fauna, pero es inútil. Dondequiera que voy, sigue el alboroto, el mismo caos, la misma conmoción. Los pájaros gritan. Formas -caribúes, zorros, araos, nutrias- me observan desde lejos, chillando, aullando, bramando.
Pero es la reacción de la Madeja lo que más me aterroriza. Ruge y retumba, amenazante e inflexible. Nunca antes había sentido tanta hostilidad por su parte, como si quisiera desgarrarme por dentro.
Deslizándome por una pendiente helada, aterrizo con torpeza y apenas consigo sujetarme. Me arde la garganta, pero no puedo detenerme. Detrás de mí crece un zumbido profundo, como el susurro sepulcral de unas alas. El mundo enmudece. Aparte de los débiles movimientos en la linde del bosque, no veo nada, sólo las nubes de mi respiración agitada. Aquí, la nieve cae de una rama. Allí, una sombra fugaz en el límite de mi visión.
Pero no debo confiar sólo en la vista. A través de la Madeja, siento que el bosque rebosa vida.
Hago una breve pausa, destapo un vial e inhalo la esencia del alivio. La anclo dentro de mí, dejando que se extienda por mis miembros. Mi agotamiento disminuye, el dolor de mis músculos se apaga. Mis pulmones ardientes se enfrían. No durará mucho, pero lo necesito para seguir adelante. Aprieto los dientes y avanzo, disimulando mi cansancio.
El campamento no está lejos. Detrás de mí, los árboles crujen y se balancean. La nieve cae en cascadas impredecibles desde los pinos. No veo a mis perseguidores, pero sé que están ahí, observándome. ¿A qué esperan?
Desciendo por un montículo nevado y cruzo un arroyo helado. Me agarro al tronco de un árbol y subo por el otro lado, maldiciendo al resbalar con las raíces heladas.
Es entonces cuando me doy cuenta. La escarcha, intrincada y dominante, comienza a arrastrarse sobre la corteza blanca y negra del abedul. Delicados dibujos surgen del suelo y se extienden por las rocas de la orilla. La temperatura desciende. Como la niebla que se extiende sobre un lago, la escarcha cubre la orilla.
Me estremezco e invoco una vez más la idea del calor para evitar el frío. Me abro paso entre las ramas, hago crujir las ramas bajo mis pies y sigo adelante.
El campamento está a poca distancia.
Con otros dos Alterers y tres espadachines Bravos presentes, podremos resistir.
Corro, tropiezo, me arrastro. Me tiemblan las manos.
Sólo unas decenas de metros más.
Grito, intentando avisar a mis compañeros.
¿Quizá siguen intentando pescar camarones de hielo?
Grito de nuevo, esforzándome más para el tramo final.
Ahora están detrás de mí, planeando por encima.
Oigo el ruido sordo y persistente de sus alas, un zumbido inquietante.
Saskia, la otra Muna Alterer, sabrá qué hacer.
Finalmente, llego al campamento y golpeo la tela de las tiendas para despertar a los que están dentro. Grito y grito.
En el centro del vivac, el fuego está apagado y sus cenizas frías.
Las superficies de las tiendas están congeladas y rígidas.
Pero, ¿dónde están todos?
No hay ni un alma a la vista. Todo parece abandonado.
Es entonces cuando me doy cuenta de las marcas de garras, el suelo destrozado, la tela de la tienda rajada…
Estoy solo. Los demás han huido o se los han llevado.
Desesperado, busco ayuda en los alrededores, una pizca de esperanza.
Pero sólo me responde el sonido de unas alas.
Aparecen unas sombras blancas, perfectamente camufladas en el bosque de abedules. Sus alas delanteras y traseras baten al unísono, en una danza inquietante e hipnótica. Sus hilos de seda ondulan como pieles.
Me rodean, un enjambre que oscurece el cielo tempestuoso.
De cazadora me he convertido en presa.
Batir de alas.
La nieve se eleva como un sudario.

Este es un relato traducido de la web oficial de Altered TCG. Podéis encontrar el original en el siguiente enlace:https://www.altered.gg/news/prey




